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ESTAMBUL (Hispanatolia)
Antes de llegar a Estambul -además de asegurar a tus familiares y amigos que no, que allí a las mujeres no las venden por camellos, que la gente se lava y algunos hasta se afeitan, que los hammams no son centros de lascivia-, es imprescindible interiorizar una idea: «Estambul es una ciudad maravillosa y horrible». Lo dice uno de los personajes de 'Cruzando el puente' (documental definitivo de Fatih Akin, emblema germanoide de la nueva Turquía) y debe tomarse como un axioma: Estambul es una ciudad maravillosa y horrible, maravillosa y horrible, maravillosa y horrible.
Y una de las facetas más horripilantemente maravillosas de la achacosa megalópolis es la abundancia de gatos. Durante mucho tiempo los habitantes originarios creyeron que la verdadera invasión de la ciudad eran los inmigrantes que cada mañana, a eso de las 6,15, desembarcaban desde Anatolia y el Kurdistán. Una invasión brusca, un aluvión que todavía hoy multiplica prodigiosamente los suburbios. En ellos la mayoría de inmigrantes viven ajenos al trasiego mercantil y en algunas horas 'trendy' de Estambul. Muchos jamás han comido palomitas blandas ante los seis minaretes de la Mezquita Azul ni han gastado unas perras en el laberíntico y pesado Gran Bazar. No conocen el Estambul de los escaparates. Pero cuidado, porque la manada de llegados también tiene otros representantes más favorecidos por la Historia: los que poco a poco progresaron en la procelosa jerarquía de la ciudad, e incluso dejaron olvidados los primeros pisos pequeños, periféricos, hediondos y cutres y comenzaron a poder comprarse una 'yalis' en la que pasar los veranos a orillas del Bósforo. Estos, de inmigrantes a flamantes burgueses, son los mismos que propiciaron la génesis del islamismo político, una corriente moderada y enfrentada al tradicional, ultranacionalista y algo roñoso kemalismo de papá Ataturk.
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Pero volvamos a los gatos. Los habitantes originarios estaban muy equivocados. No son los inmigrantes -alienados o demoislamistas- el gran torrente con desembocadura en Estambul. La verdadera riada se compone de gatos. A pesar de su naturaleza disgregada, pasean en manada. Se proyectan seguros. No titubean ante la presencia de extraños. Husmean y hacen suyos los lugares más insospechados. Por la noche duermen como vagabundos en los patios cercanos a las universidades y por la tarde lucen lorzas en las explanadas del casi deshabitado Museo Arqueológico (un museo, junto a Topkapi, dentro del Parque Gülhane, cuya arquitectura exterior recuerda a Gales y la interior es un calco admirable de la reconocida decoración búlgara). Los gatos han conquistado Estambul ante la mirada displicente del istambullu corriente.
Un respeto como a Mahoma
Una versión, apócrifa pero muy lograda, que explicaría la ciclópea dimensión del fenómeno, nos habla del respeto al gato como respeto a Mahoma: estos animalillos anarcoides serían los preferidos del Profeta, a los que habría dejado jugar entre sus faldones. Parece un poco más asumible la razón pragmática: los gatos quieren a Estambul por su pescado, por los basureros de Eminönü y Karaköy, por el mercado de Kumkapi, por los puertecillos en Sariyer. Y la paciente ciudadanía no los extermina por interés, efectivamente. Porque además de su almibarada utilidad, los gatos son voraces y degluten basura formidablemente.
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Y si la ocupación gatuna tiene un rostro maravilloso, también debe tener su reverso horrendo. Éste concierne a la prodigiosa facilidad de los gatos para arruinar un plácido almuerzo. Büyükada (la más visitada de las domingueras y soleadas Islas Príncipe, a pocos kilómetros de Estambul) no sólo debe su fama por haber asilado a León Trotsky, sino también por cómo los gatos se enredan entre los pies humanos ante la complicidad militante de los restaurantes -igual da que sirvan dorada o hamburguesa con ketchup-, cuyas terrazas son ya un terreno secuestrado por el pelotón felino. Degustan aquello que les lanzan los turistas incautos… y luego se tumban entre la sombra y el sol. Han vencido.
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